De vez en cuando aparecen en los viejos escritos de la bitácora algunas respuestas en las que el visitante de turno expresa su opinión, a veces mesurada, a veces furibunda. Ejemplos de ambos extremos están en la ya casi añeja Garfield o el espíritu de Ferngully Sobre la primera, poco hay que contar. Parece que algunas personas olvidan la diferencia existente entre opiniones y afirmaciones. Sin embargo, la segunda me pareció un buen ejemplo de que hay que mantener cada cosa en su sitio. A Irene le gustaba Ferngully, y nada de lo que servidor opine le hará cambiar el cariño por algo que vio en su niñez, como si fuera pretensión de uno que la pinícula u flim fuera objeto de quema en la plaza del pueblo, y no es eso. Uno no pretende imponer su criterio, de la misma forma que no aceptaría que intentaran venderle la moto que Ángel Garó es mejor que Tim (al) Curry, Robin Williams y Christian Slater juntos –que es la idea que tuvo la persona encargada de doblar al cristiano la cinta- pero además, si hay algo que es el claro equivalente a escupir hacia arriba es ponerse en plan tertuliano a pontificar sobre lo que es bueno o es malo, porque quien más, quien menos, tiene sus vicios inconfensables. Personalmente, tengo debilidad por algunas series de animación japonesas: una de ellas es Mazinger-Z, que se emitió por primera vez cuando tenía apenas cuatro años; la otra es Los Caballeros del Zodíaco, y marcó junto a otras pocas el regreso –tal vez para siempre- del anime a España. Ambas son bastante añejas y la animación va envejeciendo, lenta pero inexorablemente y, puestos a ser puntillosos, podríamos sacarles fallos mil. Pero uno sigue teniendo esa emoción especial que tenía en su momento al ver al chulopiscinas de Koji Kabuto camino del Instituto de Investigaciones Fotoatómicas, y sigue de vez en cuando desempolvando las ya un tanto cascadas cintas de vídeo donde están grabadas las aventuras de Seiya y compañía, salpicadas por la publicidad telecincuente y los chistes del inmortal Miliki, para empacharse de la batalla del Santuario. Son esas aficiones que no deben ni pueden ser explicadas, pues simplemente están ahí y forman parte de nosotros, como el gusto por una determinada comida, bebida o atuendo. Nos definen y son tan respetables como cualquier otra opinión basada en el puro gusto, pero precisamente por tener ese cimiento, no podemos convencer, ni ser convencidos. Uno de los pequeños encantos de la existencia ¿no creen?
P. D. Ayer falleció uno de los representantes más entrañables y queridos de uno de esos fenómenos que al profano medio resultan incomprensibles: James Doohan, de Star Trek.
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