El avezado hinbestigador entró casi a la carrera, en las instalaciones del Hospital Universitario Princeton Plainsboro. A su paso, los médicos, ATS y demás habitantes del lugar, se volvían para mirarme. “Normal” –pensó- “¿Quién no reconocería al descubridor de tantos misterios?” Mientras su mente vagabundeaba por aquellos pensamientos, los observadores se preguntaban cómo era posible llevar aquellos pantalones de cuero con aquel calor.
Con paso firme, se encamino hacia el Departamento de Diagnosis. Después de pasar por las plantas de Pediatría, Nefrología y Traumatología, perderse en la cafetería del hospital y ser echado a patadas de tres servicios femeninos (cosa que no debía extrañar, porque se trataba de alguien que no distinguía un ser humano de un trozo de cartón) su paso era menos firme, y un poco más cansado, aunque ello no amortiguaba aquella especie de crujido-chirrido que hacían los pantalones. Daba igual: él, que había descubierto el código secreto de las personas humanas, no se rendiría con facilidad. Su intuición le decía que estaba cerca del objetivo.
Tres cuartos de hora después, y cuando la intuición parecía haberse tomado una baja por depresión, logró que un grupo de residentes le indicara dónde estaba el citado Departamento. A través de su cristalera, pudo distinguir a tres figuras que, según le decía un avezado instinto, eran médicos. Llevaban bata blanca, por lo que su avezado instinto para percibir obviedades le había servido bien. Su mano aferró la manija de la puerta y, tras tirar varias veces de ella, logró empujarla y entrar. Las tres figuras se volvieron hacia él.
- ¡Buenas tardes! –saludó sacando pecho y metiendo tripa- Soy un prestijioso hinbestigador. Y exijo una explicación acerca del tratamiento que han dado al fenómeno paranormal de la abducción, del que soy un reputado experto. Son ustedes prisioneros de la dogmática ciencia oficial, malvada ella, que niega el carácter extraterrestre de los implantes cerebrales.
Los tres médicos se miraron entre sí. Uno de ellos, un rubiales con pinta de surfero, y que tenía cierto conocimiento de aquellas cosas, creyó medio reconocer al recién llegado, pero renunció rápidamente a exprimirse el cerebelo. Otro, afroamericano, lo miraba con la expresión “¡Quién será este imbécil!” en la mirada. Y la tercera, una joven particularmente atractiva, estaba demasiado sorprendida para decir nada. El investigador lo interpretó (así era él) como un signo de su triunfo. La auténtica hinbestigación, heterodoxa y no constreñida por cosas tan vulgares como las pruebas, había triunfado.
De repente, sintió algo. Como una presencia que el ojo no podía percibir (sobre todo porque estaba a su espalda). Al volverse, vio a un hombre de edad madura. Pelo cano y barba de tres días, se entretenía haciendo girar su bastón. Sin dejar de hacerlo, clavó sus azules ojos en aquel visitante, arrugó el rostro y, una vez relajado, sentenció:
- Lo siento, pero ni siquiera yo puedo hacer nada por lo suyo
Y dicho esto, volvió a ignorarle, pasando tan cerca de él, que el hinbestigador creyó que lo había atravesado.
(Una historia ficticia, basada en las divertidas anécdotas legibles aquí y aquí
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