Esta mañana me he despertado con una noticia que casi sonaba a inocentada. Quizá fuera porque hoy es lunes de carnaval pero el hecho de que Benedicto XVI anunciara su abdicación y consecuente renuncia al solio pontificio sonaba un poco a broma. Después de consultar las ediciones digitales de varios medios quedaba patente que Joseph Ratzinger abandonaba la carga de su cargo provocando una sorpresa generalizada. Hay que remontarse seiscientos años para encontrar a otro pontífice que renunciara y dejara la silla de Pedro antes de la muerte. Hace unos meses comentaba por aquí y por aquí que, pese a su poder en las altas instancias el catolicismo estaba cada vez más alejado de la realidad social. La mera existencia de un movimiento organizado de corte ateo y laico en nuestro país era hace una generación cosa de ciencia-ficción y a día de hoy es una realidad, pequeña pero ruidosa. Conventos, seminarios y parroquias están vacíos por la falta de vocaciones y el aburrimiento de una feligresía que, salvo contadas excepciones, percibe que la iglesia no está de su lado. Un fuerte contraste respecto de los pujantes evangélicos que presentan una comunidad más “horizontal”, una cierta ausencia de jerarquía y un poco más de jolgorio. Benedicto XVI llegó al trono vaticano con la vitola de haber sido la mano derecha de su antecesor y uno de los defensores de la versión más conservadora. Entre ambos despacharon a la teología de la liberación y con ello quizá sellaron las posibilidades de renovación de un edificio que, pese a su condición milenaria, está seriamente deteriorado. La principal causa parece ser sin lugar a dudas la larga lista de incongruencias que van desde la predica de la pobreza desde la ostentación, la exigencia de ¿control? a los homosexuales en medio del eterno problema de la pederastia sacerdotal a escándalos como el de la sustracción de recién nacidos o la injerencia en los asuntos internos de otros países. La respuesta a todos estos problemas ha sido, en el mejor de los casos, tibia y en el peor el regreso a una ortodoxia en la que todo aquello que se salga del dogma impuesto supone desviarse del camino hacia la salvación. Tampoco ha estado muy hábil, me temo, a la hora de transmitir un mensaje claro sobre la crisis sistémica que ataca al globo e igualmente barrunto que la reciente reflexión sobre la infancia de Jesús (con episodio de buey y burra incluido) ha transmitido a la población católica el mensaje de que el jefe de su iglesia no estaba a sus cosas. Súmese a todo ello el último de una larga lista de casos de resolución en falso, que es el de la traición de su mayordomo y la revelación de asuntos un tanto escabrosos. Solo entre los militantes más acérrimos parece encontrarse una visión positiva de estos ocho años de pontificado en el que han terminado de barrerse los últimos restos del concilio Vaticano II, la otra gran esperanza renovadora de una fe que desaparece lenta pero inexorablemente de sus feudos tradicionales mientras asiste al salvaje empuje de sus competidores tradicionales como las confesiones protestantes (por su mayor flexibilidad) y o el islamismo (por estar en manos de su sector más intolerante, fanático y sanguinario). Antes de Pascua habrá un nuevo papa y se habrán desvanecido las preguntas que se hagan –que se hacen- sobre las auténticas razones de la abdicación. Con la peculiar situación de que el antecesor va a estar observando el cónclave es muy probable que el sucesor sea de su misma cuerda. A ver qué es lo que pasa.
Enviado por lcapote a las 18:20 | 8 Comentarios | Enlace
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